Durante la Semana Santa los cristianos vivimos los misterios centrales de nuestra fe. En concreto, celebramos la muerte y la resurrección de Jesús, que hacen bien patentes la humanidad y la divinidad de nuestro Salvador. Sin embargo, la Semana Santa pone de relieve el amor de Dios hacia toda la humanidad. En medio de una sociedad estresada y fría donde se acentúa el individualismo y la soledad, conviene el calor de un Dios que se acerca a toda persona para ofrecerle el don de la gracia divina. La salvación de Jesús nos hace hijos de Dios y hermanos entre todos.
Este amor eterno, infinito y gratuito se manifestó en la Pascua del Jueves Santo. En esta Cena del Señor, él nos amó hasta el extremo y nos dio su cuerpo y su sangre como alimento de comunión. En el cenáculo este ofrecimiento fue incruento, si bien Jesús en aquella primera misa fue sacerdote, altar y víctima.
Y el Viernes Santo, el Señor entregó cruentamente su cuerpo y su sangre en la cruz del Calvario. La cruz de Jesús ostentaba la causa de su crucifixión: "Jesús de Nazaret, Rey de los judíos". Así lo hizo escribir Pilato, el autor de la sentencia de muerte. Pero allí, en el calvario, no faltó la fe del centurión romano, testigo inmediato de los acontecimientos de aquel día: "Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios".
La cruz de Jesús manifiesta el rostro de Dios y es profundamente humana. La cruz hace entender el verdadero sentido del dolor y del sufrimiento que acompaña la vida de los hombres. Como escribió Paul Claudel, "Dios no vino a la tierra a suprimir el sufrimiento, sino a llenarlo de su presencia, una presencia que sorprendentemente es amor infinito".
Explica el papa Francisco, en un libro-entrevista que le hicieron dos periodistas, que cuando tenía 21 años estuvo gravemente enfermo y tuvo que someterse a una intervención quirúrgica en el pulmón derecho. Tenía muchos dolores. Y recuerda que lo que más le reconfortó fueron las palabras que le dijo una religiosa que lo visitó, la hermana Dolores, que lo había preparado cuando era un niño para la primera comunión. "Me dijo -recuerda el Papa- sólo estas palabras: 'Ahora estás imitando a Jesús'. Y eso se me quedó muy grabado y me dio mucha paz."
En la cruz de Cristo el dolor y la muerte se abrazan con el amor y la vida. Aquél que en este mundo no ha sufrido nunca no sabe qué quiere decir amar. La cruz se convirtió en el signo definitivo del amor fiel de Dios. El amor eterno, infinito y gratuito de Dios trasciende el sufrimiento y la muerte y es portador de vida. Por eso la cruz no es la última palabra de la redención de Cristo, porque le sucedió su resurrección gloriosa, manifestación plena de su victoria sobre el pecado y la muerte.
† Lluís Martínez Sistach
Cardenal arzobispo de Barcelona